LA PRENSA/Eric Batista
El pianista Chucho Valdés cautivó a un auditorio de más de 100 personas en un taller que fue una travesía por sus recuerdos sonoros.
Tomado de: www.prensa.com
Por: DANIEL DOMÍNGUEZ Z.
Los más osados le pidieron tomarse una fotografía con él. Lo más tímidos se conformaron con verlo pasar. Y más de uno se odió a sí mismo por no llevar un disco para que se lo autografiara.
Cuando el pianista, compositor y director cubano Dionisio de Jesús Chucho Valdés llegó al seminario que impartió el viernes pasado en el marco del Panamá Jazz Festival 2009, el Centro de Capacitación Ascanio Arosemena de la Administración del Canal de Panamá cambió de piel.
Este gigante, proporcional a su tamaño (mide 1.94 metro de altura) y a su talento, fue recibido con un océano de aplausos, gritos y silbidos.
Era un alborto bien merecido. Los que allí estaban, mayoritariamente jóvenes músicos, sabían que estaban en presencia de un genio que ha sabido remozar de una singular fuerza el género más rebelde: el jazz.
Chucho recibe con humildad las muestras de aprecio y se sienta ante el órgano. Todos atentos. El maestro habla y echa a volar notas. Hay un silencio respetuoso, uno que otro suspiro de admiración, emociones solo interrumpidas por los flashes de las cámaras fotográficas y de los celulares.
Aunque la advertencia era que nadie grabara lo que estaba por ocurrir, más de uno se hizo de oídos sordos y robó, aunque sea unos segundos en audio e imagen, de lo que hacía presagiar como una hora increíble con una leyenda viviente.
Más que un taller, fue ocasión para que Chucho recorriera unas calles plagadas de recuerdos y memorias, donde se pasearon luminarias como Ernesto Lecuona, John Coltrane, Thelonious Monk, Herbie Hancock, Arthur Rubinstein y Wayne Shorter.
También fue un viaje por el palpitar del Caribe, el danzón, la clave, la religión yoruba, los compases y la métrica.
El artista, de 67 años de edad, propuso que la audiencia interrogara y él respondiera. “Pueden preguntarme lo que quieran”. Ni así.
Como la platea todavía estaba impresionada de tenerlo tan cerca, Chucho decidió hablar de una influencia esencial en su vida como ser humano y artista: su padre, otro Merlín del teclado: Bebo Valdés, con el que ha compartido escenario, estudios de grabación y más de una película.
Chucho es su hijo mayor (Bebo tuvo siete) y cumplen el mismo día: el 9 de octubre, uno en 1918, y el segundo en 1941.
Fue Bebo, abuelo de casi 20 chiquillos y cuatro bisnietos, quien le enseñó a respetar el arte, a tener disciplina en su oficio y, sobre todo, a divertirse a granel con su trabajo.
Dijo que Bebo, a quien por diversas razones dejó de ver por espacio de 18 años, fue el culpable de que fuera músico y pasó a explicar tan temeraria acusación.
Sin pena, pero sin prisa, admitió que aprendió a tocar el piano con las dos manos cuando tenía tres años. Era ese instrumento su juguete preferido, su escondite más placentero, su fascinación que no tiene fin.
Bebo, ante la mirada inquisitiva de su esposa, dijo que a él no lo miraran. Que el niño aprendió solo, vaya que lo hizo, porque observaba mucho al papá cuando estaba en lo suyo con el bajo, los metales y lo que tuviera a la mano para arrancar hermosas sonoridades.
Parece que Chucho iba para maestro y la música al foso, pero eso a Bebo le pareció un disco de 45 revoluciones rayado. Por eso formó una orquesta, se proclamó su director y puso a Chucho de pianista. Punto.
Entre los prolongados ensayos y las constantes presentaciones nocturnas, el muchacho casi ni dormía, y estudiar menos.
Pero ocurrió lo impensable y se graduó de magisterio, pero fue el pentagrama su norte. Aunque, un momento, sí es docente, porque ha compartido su conocimiento con muchos y en Panamá transformó a varios.
A los cinco años era estudiante de solfeo. Ingresó al Conservatorio de Música a los ocho años y luego de la prueba quedó en cuarto año. De algo servía que papá y mamá fueran pianistas. “No tenía escapatoria”.
A los 15 años reunió a unos amigos y organizaron un trío de jazz. Después aquello se le quedó chico y en 1973 fundó la banda Irakere, que puso de cabeza el concepto del jazz latino y de la música bailable proveniente de Cuba. “Quería hacer mi propia música”. Sencillo.
Aunque hizo revolución y ganó prestigio, siempre guardaba la idea de tener su propio cuarteto, donde el piano fuera miembro principal y no un simple acompañante de los otros instrumentos.
En 1998 lo hizo y, desde entonces, liberó la clave y la puso a otros niveles. Hizo de la improvisación un dominio suyo, su espejo, su ruta.
El ganador de cinco premios Grammy explicó que un tema musical debe ser el pretexto para poner a volar las ideas, los sentimientos y la imaginación. “Tú debes dar tu interpretación de la pieza y ver por dónde eres capaz de crear y qué puedes ofrecer. Hay muchos estilos y formas de alcanzar la improvisación, pero luego debes volver al tema”.
Eso sí, se debe ser capaz de regresar al principio. “La música debe ser libre y métrica a la vez. Una maestra mía decía que la música es el arte del sonido, que no produce imágenes ni palabras, pero ofrece tanto o igual que ellas. Y tenía razón, porque la música tiene sus reglas como el idioma escrito, tiene sus matices, sus acentos y sus colores”.
Confesó que nunca se había puesto a pensar que le había dado todo a la música. Piensa que por allí pueden ser los motivos de que el éxito lo cobijara. Aunque advirtió que también se debe cultivar el amor por la familia y los amigos. “Aunque no sé hacer otra cosa”.
Pero en primer lugar está la música para este creador que planea grabar un álbum de jazz y flamenco con la cantante Concha Buika y otro disco, pero de boleros, con Dyango. “Por eso siempre supe que la mujer que se casara conmigo tenía que hacerlo primero con mi piano”. Soltó una carcajada que contagió a la audiencia.
“Vamos a tocar un poquito”. Los aplausos se convirtieron en un sí. Entonces, Chucho, no se dejó esperar.
Lo que ofreció a continuación con su colectivo fue una explosión dosificada de virtuosismo y elegancia. Una prueba de que se mantiene en forma.
Los espectadores quedaron desconcertados ante cada giro e invención, ante cada locura y descubrimiento.
Solo les quedaba seguir aquello con los dedos, las manos, los pies, las cejas, la cabeza, con lo que pudieran sentir los pasos de un artista consagrado y sus tres extraordinarios camaradas.
“Ellos ya estaban formados cuando los conocí. Fue cuestión de unirnos y ponernos a tocar. Hace ocho años que estamos juntos”, dijo el que este año se irá de gira con su equipo por Australia, China y Corea de Sur.
Comentó Chucho Valdés que para tener un cuarteto coherente, cada uno debe ser un gran músico y poseer una personalidad. Que todos deben escoger una ciudad rítmica que deseen recorrer. “Deben ser como una pareja, es como el amor, es cuestión de afinidad”.
Adelantó que quiere terminar una ópera y un concierto para piano en el que una el jazz con otras tendencias. “Ellos no lo sabían”, indica mientras los mira reído. “Se me fue la lengua”.
La hora de clases terminó y como reloj suizo, Chucho se levantó. Saludó a los presentes con sus manos de gigante y brindó un guiño de complicidad a los testigos de su magia.
Luego se perdió del mapa, tras dejar su sonrisa amplia y unas cuantas notas musicales revoloteando por el salón sin saber dónde había quedado su amo y señor.
Tomado de: www.prensa.com
Por: DANIEL DOMÍNGUEZ Z.
Los más osados le pidieron tomarse una fotografía con él. Lo más tímidos se conformaron con verlo pasar. Y más de uno se odió a sí mismo por no llevar un disco para que se lo autografiara.
Cuando el pianista, compositor y director cubano Dionisio de Jesús Chucho Valdés llegó al seminario que impartió el viernes pasado en el marco del Panamá Jazz Festival 2009, el Centro de Capacitación Ascanio Arosemena de la Administración del Canal de Panamá cambió de piel.
Este gigante, proporcional a su tamaño (mide 1.94 metro de altura) y a su talento, fue recibido con un océano de aplausos, gritos y silbidos.
Era un alborto bien merecido. Los que allí estaban, mayoritariamente jóvenes músicos, sabían que estaban en presencia de un genio que ha sabido remozar de una singular fuerza el género más rebelde: el jazz.
Chucho recibe con humildad las muestras de aprecio y se sienta ante el órgano. Todos atentos. El maestro habla y echa a volar notas. Hay un silencio respetuoso, uno que otro suspiro de admiración, emociones solo interrumpidas por los flashes de las cámaras fotográficas y de los celulares.
Aunque la advertencia era que nadie grabara lo que estaba por ocurrir, más de uno se hizo de oídos sordos y robó, aunque sea unos segundos en audio e imagen, de lo que hacía presagiar como una hora increíble con una leyenda viviente.
Más que un taller, fue ocasión para que Chucho recorriera unas calles plagadas de recuerdos y memorias, donde se pasearon luminarias como Ernesto Lecuona, John Coltrane, Thelonious Monk, Herbie Hancock, Arthur Rubinstein y Wayne Shorter.
También fue un viaje por el palpitar del Caribe, el danzón, la clave, la religión yoruba, los compases y la métrica.
El artista, de 67 años de edad, propuso que la audiencia interrogara y él respondiera. “Pueden preguntarme lo que quieran”. Ni así.
Como la platea todavía estaba impresionada de tenerlo tan cerca, Chucho decidió hablar de una influencia esencial en su vida como ser humano y artista: su padre, otro Merlín del teclado: Bebo Valdés, con el que ha compartido escenario, estudios de grabación y más de una película.
Chucho es su hijo mayor (Bebo tuvo siete) y cumplen el mismo día: el 9 de octubre, uno en 1918, y el segundo en 1941.
Fue Bebo, abuelo de casi 20 chiquillos y cuatro bisnietos, quien le enseñó a respetar el arte, a tener disciplina en su oficio y, sobre todo, a divertirse a granel con su trabajo.
Dijo que Bebo, a quien por diversas razones dejó de ver por espacio de 18 años, fue el culpable de que fuera músico y pasó a explicar tan temeraria acusación.
Sin pena, pero sin prisa, admitió que aprendió a tocar el piano con las dos manos cuando tenía tres años. Era ese instrumento su juguete preferido, su escondite más placentero, su fascinación que no tiene fin.
Bebo, ante la mirada inquisitiva de su esposa, dijo que a él no lo miraran. Que el niño aprendió solo, vaya que lo hizo, porque observaba mucho al papá cuando estaba en lo suyo con el bajo, los metales y lo que tuviera a la mano para arrancar hermosas sonoridades.
Parece que Chucho iba para maestro y la música al foso, pero eso a Bebo le pareció un disco de 45 revoluciones rayado. Por eso formó una orquesta, se proclamó su director y puso a Chucho de pianista. Punto.
Entre los prolongados ensayos y las constantes presentaciones nocturnas, el muchacho casi ni dormía, y estudiar menos.
Pero ocurrió lo impensable y se graduó de magisterio, pero fue el pentagrama su norte. Aunque, un momento, sí es docente, porque ha compartido su conocimiento con muchos y en Panamá transformó a varios.
A los cinco años era estudiante de solfeo. Ingresó al Conservatorio de Música a los ocho años y luego de la prueba quedó en cuarto año. De algo servía que papá y mamá fueran pianistas. “No tenía escapatoria”.
A los 15 años reunió a unos amigos y organizaron un trío de jazz. Después aquello se le quedó chico y en 1973 fundó la banda Irakere, que puso de cabeza el concepto del jazz latino y de la música bailable proveniente de Cuba. “Quería hacer mi propia música”. Sencillo.
Aunque hizo revolución y ganó prestigio, siempre guardaba la idea de tener su propio cuarteto, donde el piano fuera miembro principal y no un simple acompañante de los otros instrumentos.
En 1998 lo hizo y, desde entonces, liberó la clave y la puso a otros niveles. Hizo de la improvisación un dominio suyo, su espejo, su ruta.
El ganador de cinco premios Grammy explicó que un tema musical debe ser el pretexto para poner a volar las ideas, los sentimientos y la imaginación. “Tú debes dar tu interpretación de la pieza y ver por dónde eres capaz de crear y qué puedes ofrecer. Hay muchos estilos y formas de alcanzar la improvisación, pero luego debes volver al tema”.
Eso sí, se debe ser capaz de regresar al principio. “La música debe ser libre y métrica a la vez. Una maestra mía decía que la música es el arte del sonido, que no produce imágenes ni palabras, pero ofrece tanto o igual que ellas. Y tenía razón, porque la música tiene sus reglas como el idioma escrito, tiene sus matices, sus acentos y sus colores”.
Confesó que nunca se había puesto a pensar que le había dado todo a la música. Piensa que por allí pueden ser los motivos de que el éxito lo cobijara. Aunque advirtió que también se debe cultivar el amor por la familia y los amigos. “Aunque no sé hacer otra cosa”.
Pero en primer lugar está la música para este creador que planea grabar un álbum de jazz y flamenco con la cantante Concha Buika y otro disco, pero de boleros, con Dyango. “Por eso siempre supe que la mujer que se casara conmigo tenía que hacerlo primero con mi piano”. Soltó una carcajada que contagió a la audiencia.
“Vamos a tocar un poquito”. Los aplausos se convirtieron en un sí. Entonces, Chucho, no se dejó esperar.
Lo que ofreció a continuación con su colectivo fue una explosión dosificada de virtuosismo y elegancia. Una prueba de que se mantiene en forma.
Los espectadores quedaron desconcertados ante cada giro e invención, ante cada locura y descubrimiento.
Solo les quedaba seguir aquello con los dedos, las manos, los pies, las cejas, la cabeza, con lo que pudieran sentir los pasos de un artista consagrado y sus tres extraordinarios camaradas.
“Ellos ya estaban formados cuando los conocí. Fue cuestión de unirnos y ponernos a tocar. Hace ocho años que estamos juntos”, dijo el que este año se irá de gira con su equipo por Australia, China y Corea de Sur.
Comentó Chucho Valdés que para tener un cuarteto coherente, cada uno debe ser un gran músico y poseer una personalidad. Que todos deben escoger una ciudad rítmica que deseen recorrer. “Deben ser como una pareja, es como el amor, es cuestión de afinidad”.
Adelantó que quiere terminar una ópera y un concierto para piano en el que una el jazz con otras tendencias. “Ellos no lo sabían”, indica mientras los mira reído. “Se me fue la lengua”.
La hora de clases terminó y como reloj suizo, Chucho se levantó. Saludó a los presentes con sus manos de gigante y brindó un guiño de complicidad a los testigos de su magia.
Luego se perdió del mapa, tras dejar su sonrisa amplia y unas cuantas notas musicales revoloteando por el salón sin saber dónde había quedado su amo y señor.
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